Una amiga le había explicado a su hija el asunto este de la semillita que papá le regala a mamá y tal. La hija preguntó:
“¿Y por dónde la pone?” ...a lo que mi amiga, alarmada, contestó: “¿Dónde pone la qué?” “La semillita, qué va a ser.” “Aaaaah...”, suspiró la madre aliviada, “Y... por la vagina...” “Ah, claro, si el bebé sale por la vagina, debe entrar por la vagina también.”, razonó la niña con una claridad admirable. Eso, creo yo, es lo que hace de Tideland una película tan inquietante para la mitad más una de las personas que la ven: La naturalidad y sencillez con que la protagonista se toma todas las cosas que suceden a su alrededor; que probablemente es como una niña de verdad se las tomaría (dadas las circunstancias), y que es algo que suele aterrorizar a los adultos. Claro, en lugar de una madre neo-progre explicándole a su hija el milagro del nacimiento, es una niña cuyos padres -dos drogones incurables- mueren de sobredosis, dejándola librada a su suerte para entender el mundo que la rodea, que encima es un páramo perdido en el medio de la nada donde viven un puñado de personajes, de los cuales no hay uno sólo al que le llegue el agua al tanque. Es un poco como Freaks, pero en vez de ser deformes físicamente, los personajes son deformes por dentro, como quien dice (Bue, y algunos son un poco deformes físicamente, también), y razonan el mundo según su realidad. Tideland es inquietante, pero no por culpa de de los personajes, ni de la historia, sino porque -parafraseando al flaco Winston- los enfermos somos nosotros.  æclipse µattaru dictamina: 4.5 osos polares |
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